El martes 31/3/20 a las 17:50, hubo una reunión convocada por la madre:
– Acabo de hablar con el papá. Se cansa y puede hablar poco. Está mal. Los médicos me han dicho que se están planteando llevarlo mañana a la UVI.
– Quiero ir con mi padre hoy.
– Ha hablado con la médica que lo lleva directamente. También he hablado con él, me ha llamado él, pero está muy fatigoso. Así es que así estamos. Confiemos en qué mejore.
– Mi hermano me ha dicho que es grave.
– Si es un poco lo que hemos hablado.
– Pero la neumóloga dice que mañana hay que valorarlo.
– Vamos a estar tranquilos. Antes de saber nada más.
– Llamadme cuando podáis y hablamos a 3.
La madre, mi mujer, estaba en su casa. Ese día le habían dado el alta de la infección con el COVID19 y comenzaba una cuarentena. Nuestros dos hijos y sus parejas estaban confinados cada uno en su casa. No paraban de hacerse videollamadas de grupo.
Ingresé en el Hospital el lunes 23, el mismo día en el que mi mujer ingresó en otro Hospital. El protocolo marcaba aislamiento. Yo, a mis 65 años, enfermo de Parkinson, 12 años, con buena actitud, muy activo en mi asociación, terapias a diario, venía preparado para todo, dispuesto a colaborar, no me daba por aludido como población de riesgo. Yo, al verme allí tan solo, me puse a titubear. Tuve la sensación de desamparo, de importarme poco lo que pasara detrás de la puerta, al mismo tiempo que me iba bloqueando e inmovilizando, físicamente. Estuve así varios días hasta que mi neuróloga me ajustó medicamentos y tomas. Era mi primera lección: comprender que soy población de riesgo.
A todo esto, el virus no paraba y la neumonía me iba cerrando ventanas, por lo que me pusieron la careta de oxígeno. Por las noches sobre todo contaba todas las horas, buscando el aire que no encontraba, a pesar de que todo el aparataje estaba en orden.
Hasta que una noche, la del 31, cuando entré de lleno en la lucha por respirar, comenzaron a pasar por mi mente imágenes de las calles que frecuentaba, por dónde había paseado, un día cualquiera, calles por las que deambulaban personas conocidas, amigos. Sin duda era el escenario diario de mi vida y saltaba de una a otra imagen pues quería saber si aparecía en ellas, en alguna de esas escenas por dónde transcurrían los demás, tenía que estar yo, pero no lo conseguía, no estaba en ninguna y todo seguía como si tal cosa, las calles igual con el mismo ajetreo diario y las personas hablando, gesticulando, riendo.
Me repetía a mí mismo: “tú solo tienes que respirar una vez, otra vez, … “- pero cada vez me costaba más-. Pude ver mi propia despedida y comprendí que no alcanzaría ya nuevas vivencias, que ya no podría acudir a las citas con mis seres queridos, ni atender sus llamadas, que todo estaba dicho ya, que aceptarían mi ausencia, que todo seguiría sin mí.
Uno en el hospital intentando respirar una y otra vez, los demás lejos de allí esperando noticias por teléfono que, según los doctores, podían ser malas incluso la peor de todas.
Ese mismo día la doctora fue muy sincera con mi familia: “vuestro padre está muy grave, puede ser que pase cualquier cosa, os tendremos informados.” El dolor se hizo insoportable. Las lágrimas de impotencia. “Todos los años pasados, todos los momentos felices, viajes, el cariño, la atención, siempre preparado y ahora nosotros no podemos estar con él, que injusto el mundo” – se decían entre ellos aquella tarde – y la noche se encargaba de pintar de negro el escenario.
Ese pinzamiento que se engancha en la garganta hasta dolerte por la ausencia de un abrazo fuerte en esos momentos y transmitirle fuerza para resistir. Ese vacío que se experimenta cuando no esperas nada de mañana, mientras se está borrando parte de tu pasado.
Tantos días sin verle la cara, que se va olvidando, “quiero verlo otra vez, quiero entrar y abrazarlo, quiero decirle que estoy aquí y que no voy a abandonarlo”. La infección del virus está siendo cruel, hasta ahogar al enfermo, enviarle trombos y clavar puñales en el pecho de mi familiares y seres queridos.
Tenía que respirar, pero el agotamiento no me dejaba, me reservaba todo para el siguiente paso. Y estaba considerando ya el dejarme llevar, no podía más. Pensaba que había dado mi penúltimo paso y estaba dando el último si no respirase más. Aquello era el fin porque se estaba cerrando mi cerebro y ya no ejercía mi memoria, sólo me dio tiempo a pensar en todo lo que no llegaría a disfrutar.
Estaba materialmente colgando, en un precipicio con un sólo dedo y tenía la certeza de que, en el siguiente paso, lo había admitido ya, me soltaría porque estaba en el límite de mis fuerzas y al fin me liberaría de ese esfuerzo que ya no podía soportar. Comprendí que esto era mi agonía a la que solo le faltaba que finalmente diera un último paso y no respirar más.
Al día siguiente me desperté pensando en el penúltimo paso que di esa noche, sin saber cómo me di la vuelta, para iniciar una recuperación gradual que acabó con el alta médica el 16 de abril.
(Relato de Víctor Ruiz Molina para la I Convocatoria de Relatos en primera persona sobre el coronavirus en el ámbito de los cuidados de la Fundación Pilares.)