La emergencia sanitaria del COVID-19, en su alarmante capacidad infectiva, no entiende de clases sociales y alcanza a ricos, pobres, poderosos y gente corriente, aunque se ceba sobre todo con las personas de avanzada edad.
Observamos cada día cómo esta pandemia se lleva por delante a miles de conciudadanos, origina enorme sufrimiento y perjuicios socioeconómicos que hoy no podemos calcular. También constatamos cómo se rompen las costuras de nuestros sistemas de protección social, cuestionando la veracidad del manido argumento de que “tenemos la mejor sanidad del mundo”. La insuficiencia de recursos a causa de los recortes, así como de equipos de protección individual y de productos diagnósticos, origina que nuestros excelentes profesionales se contagien de manera desproporcionada pese a su sobreesfuerzo y entrega, mermando aún más la potencialidad del sistema para abordar la crisis.
Ante situaciones de emergencia de salud pública como la que vivimos, los servicios de urgencia aplican la fórmula del triaje, mediante la que se clasifica a los pacientes y se decide quiénes reciben determinados tratamientos o utilizan recursos, como las UCI, que pueden ser determinantes para salvar vidas. Desde algunas organizaciones hemos alertado de la vulneración de los derechos humanos y de los principios de la bioética que supone tener en cuenta de manera prioritaria criterios como la edad o la situación de discapacidad o dependencia, lo que puede dejar sin atención a las personas más vulnerables.
Muchas personas mayores, maestras en resistir crisis de todo tipo y ejemplo de solidaridad intergeneracional (ahí está su silencioso apoyo a las familias en la crisis de 2008), están ahora sufriendo las peores consecuencias del COVID-19: solas en su hogar o confinadas en su habitación de la residencia, sin protección suficiente, sin compañía más allá del apoyo a distancia de familiares, organizaciones del Tercer Sector o de la vecindad solidaria… Esconden su miedo, su incertidumbre, su sensación de desamparo y aun así lanzan mensajes de aliento a todos y, en especial, a los profesionales que, con escasez de medios, jugándose la propia salud y muchos en situación de precariedad laboral, continúan atendiéndolos.
“Desde algunas organizaciones hemos alertado de la vulneración de los derechos humanos y de los principios de la bioética que supone tener en cuenta de manera prioritaria criterios como la edad o la situación de discapacidad o dependencia, lo que puede dejar sin atención a las personas más vulnerables”
También se pone ahora sobre la mesa la situación de las residencias en las que conviven casi 400.000 personas mayores en España, un recurso, como el conjunto de los servicios sociales, que no ha tenido el reconocimiento social y político que se merece. Sus profesionales, muchos sin formación suficiente, con ratios por debajo de lo necesario y precarios salarios realizan en su mayoría esfuerzos desmedidos para proporcionar una atención de calidad. Si a ello le unimos el tradicional abandono del sistema sanitario para dar cobertura desde el mismo a las necesidades de mantenimiento de la salud y tratamiento de las enfermedades de las personas que viven en residencias, tenemos esbozado un retrato somero de estos centros. Se evidencia hoy algo contra lo que hemos clamado desde el sector social durante muchos años: la discriminación, por razón de la edad, a las prestaciones sanitarias a las que, de manera universal y gratuita, todos deberíamos tener acceso. Para paliar esta situación, desde los servicios sociales o desde los centros privados se contratan a sus expensas profesionales de la medicina, la enfermería o la fisioterapia, naturalizando así esa discriminación y desarrollando un sistema paralelo de atención sanitaria que cuestiona el principio ético de justicia y criterios como la eficacia y la eficiencia. Ojalá se reaccione después de la crisis frente a este desigual trato en las prestaciones del sistema sanitario y se provea desde el mismo a las residencias de los profesionales que necesitan.
En los últimos años hemos comenzado a trabajar en el sector en pro de un cambio de modelo en la atención en servicios sociales, tanto domiciliarios como en residencias, que ponga en el centro a las personas que requieren atención y cuidados de larga duración, y les brinde, de manera integral e integrada, los apoyos que precisan para que se refuerce su capacidad funcional y puedan, pese a sus limitaciones, continuar controlando su vida y desarrollando las actividades que son importantes para ellas (OMS). Y aunque en una situación de emergencia sanitaria la salud pública sea lo preeminente y se justifiquen por ello limitaciones transitorias en los derechos y preferencias individuales, ello no obsta para que sigamos aspirando a que, una vez superada, perseveremos en el camino del cambio de modelo transitando hacia otro que salvaguarde la dignidad y los derechos de las personas y que las haga, también, más felices.
“En los últimos años hemos comenzado a trabajar en el sector en pro de un cambio de modelo en la atención en servicios sociales, tanto domiciliarios como en residencias, que ponga en el centro a las personas que requieren atención y cuidados de larga duración”
Ahora es urgentísimo y necesario que se provea a las residencias de profesionales sanitarios y de medios para hacer frente al COVID-19, pero importa también que, a la salida de la crisis, no aspiremos, como algunas voces interesadas piden, a que estos centros se conviertan en hospitales, con lo que retornaríamos al modelo “institución” y los efectos perversos que originan a las personas y que la evidencia científica ha demostrado. Que el sistema sanitario repare por fin el olvido de suministrar sus prestaciones a las residencias es obligado, pero también lo es, si nos importa el bienestar de las personas mayores, que nos mantengamos firmes en el propósito de convertir las residencias en espacios hogareños en los que, además de recibir atención bio-psico-social-espiritual, las personas puedan, con los apoyos profesionales precisos, vivir con dignidad y continuar desarrollando sus proyectos de vida.
Vivimos momentos inéditos en nuestra historia en los que se nos proscribe, en aras del bien común, el desarrollo de las rutinas de la vida que cada quien manteníamos. El confinamiento en nuestra casa nos invita también a recluirnos en nuestra conciencia y reflexionar sobre lo que deseamos ser después como personas individuales y como sociedad. Uno de los análisis que sería conveniente hacer es preguntarnos por qué todos queremos vivir muchos años (ahora lo estamos consiguiendo), pero nadie quiere ser viejo/a. Simone de Beauvoir decía que no sabemos quiénes somos si ignoramos lo que seremos y si no integramos en nuestra vida la consideración de nuestra vejez (“reconócete en ese viejo, en esa vieja”, pedía). Más de medio siglo después de que fueran enunciadas estas palabras, las mismas recobran una vigencia que nos puede ayudar a entender, no desde posiciones individuales, sino desde un “nosotros” solidario, qué escenarios queremos construir para los últimos años de nuestra vida.
(Artículo de Pilar Rodríguez Rodríguez, presidenta de la Fundación Pilares para la Autonomía Personal, exDirectora general del Imserso y exConsejera de Asuntos Sociales de Asturias, publicado en El País el 5 de abril de 2020)