“Gracias a las llamadas” de Esther Tejedor Heranz

Y de repente, todo se fue parando fuera, pero como la repentina erupción de un volcán, dentro de mí, se despertaron muchas emociones.

Papá, que ya llevaba con fiebre y dolores musculares ocho días en su casa, se sentía cada vez más cansado. Mamá por teléfono me decía “hija, parece que le han caído diez años más de repente”. Nadie en mi familia es alarmista.

Mónica, una fascinante amiga viajera me llamó la tarde del 24 de marzo. Le comenté las sospechas que tenía sobre que mi padre, en vez de una gripe, estuviera enfermo por el nuevo virus y escuché los consejos valiosísimos que me dio como experimentada enfermera.

Al día siguiente, tras interrogar a mi padre, me dijo que sí echaba alguna flema con sangre, que él atribuía a que le sangran las encías. Llamé a su centro de salud, cosa que no suelo hacer, porque mis padres con 78 y 76 años gestionan solos, por fortuna, bien sus asuntos. Intuía que en el seguimiento sanitario telefónico que le hacían, apenas tenían tiempo de escucharle y él no se expresa con claridad cuando siente que hay prisa.

Un médico muy agradable me devolvió la llamada y mandó una placa de tórax a mi padre en el centro de especialidades. Veinte minutos después le llamaron para que acudiera a Urgencias del hospital de Getafe porque tenía neumonía bilateral. Fue entonces cuando sentía una macedonia pocha de emociones: la culpa por no llevarle en mi coche, temiendo contagiarme; la ansiedad por que llegara la ambulancia que yo misma había gestionado llamando al 112, diciéndoles que mi padre respiraba bien y, en principio, podía esperar, porque me sentía incluso insolidaria con aquellos pacientes más graves; la serenidad mental para poder dar indicaciones telefónicas a mis padres: “que se lleve el móvil, el cargador, una muda, sus medicinas…”.

Después vinieron muchos nervios en las 34 horas que mi padre pasó en una silla en Urgencias, sin tener cama, sin poder dormir… ¿Cómo podía estar yo tranquila si él, enfermo, no podía ni si quiera descansar? ¿Te llevo una almohada a Urgencias papá? Él me contestaba que no, que se aguantaría como pudiera.

Por suerte podíamos hablar con él a través de su móvil y casi de manera natural empezamos a establecer turnos de comunicación entre mi madre, mi hermana y yo, para no cansarle. Le recordaba que se tomara su medicación habitual, le daba aliento y ánimo, a pesar de la impotencia y la tristeza que sentía, porque además de mi padre, mis tíos: Rubén y Maxi (hermanos suyos) también estaban ingresados por covid19, uno de ellos grave.

Papá tenía el maldito virus en su cuerpo y le producía fiebre, falta total de apetito y diarrea. Nos contó que se tuvo que limpiar el culo en un lavabo porque seguía en Urgencias, sin cama.

Las noticias que tenía de antiguas compañeras, al haber trabajado años en residencias de mayores, eran desoladoras y dramáticas. Empatizaba mucho con el cansancio y el estrés de las profesionales y con el dolor de los familiares. Yo lo sentía, pero en mi casa.

Mi objetivo era mantenerme serena para dar ánimos desde la distancia a mi padre y a mi madre, que también me preocupaba, porque le oía una tos seca por el teléfono, que no era habitual en ella. Empecé a organizar mis rutinas y a cuidarme: llamadas y wasap informando a la familia extensa, comer un poco, hacer algo de ejercicio, yoga, los aplausos de las ocho y dormir mal porque empecé a tener horribles pesadillas.

Muchos familiares, estupendos amigos y amigas me acompañaban desde la distancia y me sentía muy apoyada, reconfortada y agradecida. Me refugiaba en observar por la ventana de mi piso pasar las nubes, ver cómo los árboles echaban nuevas hojas verdes y en los ojos, también verdes, de mi pareja, que me querían consolar.

Me ocupaba con ahínco en sentirme tranquila, pero estaba nerviosa. Casi siempre me mantuve esperanzada, pero puntualmente pensé, con miedo, en la muerte y no poder despedirme. Ocasionalmente sonreía al ver los vídeos de mis sobrinos y al escuchar la voz de mi padre diciendo que había podido merendar algo.

Y parecía que no pasaba nada, pero afinando sí podía ver cambios, tanto fuera como dentro… Mi padre pasó al IFEMA y para nosotras fue una fiesta porque ya podía ¡descansar en una cama y ducharse! Desde allí se le escuchaba más animado. Pero de nuevo me preocupé porque, aunque la Comunidad de Madrid vendía a bombo y platillo su hospital de campaña, leí en la prensa que todavía no estaban instalados los respiradores y sentí miedo de nuevo cuando papá necesitó oxígeno. Además, no teníamos información médica, solo lo que nos contaba él por su móvil.

La alegría se amplió exponencialmente cuando le fui a recoger en mi coche al alta hospitalaria. Aunque no podía abrazarle, celebré su vuelta a casa con saltitos, aplausos y sonrisas casi invisibles tras la mascarilla.

Le esperaban muchos más días encerrado en casa para su recuperación, y con el miedo a contagiar a mi madre, pero era la mejor noticia, de nuevo podía dormir en su cama.

(Relato de Esther Tejedor Heranz para la I Convocatoria de Relatos en primera persona sobre el coronavirus en el ámbito de los cuidados de la Fundación Pilares.)

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